LOURDES MÍNGUEZ

View Original

La mano de mamá

Olivia pasea de la mano de su hijo. La aprieta fuerte. Es demasiado pequeño para poder caminar solo, todavía. Mateo la agarra, la seguridad que te da una madre mientras pisas suelo rocoso no se puede comparar a nada. De pronto, una zona acuosa, hay algas, los pies resbalan un poco, pero la mano de mamá aprieta, sostiene, siente cómo le ayuda a mantener el equilibrio hasta pasar el tramo, avanza seguro, se pone erguido, y pasa a la playa. Aquí la arena es dócil, se siente amable, se adapta a un cuerpo que viene y va aún formándose. Sentados, el uno frente al otro, juegan con las manos a algo, se miran. Ella no está segura de si le ha enseñado todo lo que quería en estos pocos años, ella desea enseñarle tantas cosas; piensa en qué es lo más valioso, lo más importante. No es consciente de la magia. La calma que transmite una madre afectuosa. La belleza de sus ojos. La alegría de su rostro. La pureza de sus manos al acariciar las suyas. Está cansada, teme por la distancia que cree que les separa, pero no se da cuenta de que todo lo que le dieron a ella, ella ya se lo ha entregado.

 Mateo corre por la orilla, juega, salta las olas, vive feliz. Todavía no ha llegado el invierno, ni el frío, ni las dudas. Pero Olivia lo divisa a lo lejos, sabe que está ahí, que formará parte de su vida. Tal como le mira, imagina los años que están por venir. El tiempo que crees que está en realidad ya se ha ido. Todo ha pasado, las olas, la arena en el cuerpo, ya se fueron. El tiempo pasa volando, y de pronto su hijo ya no es aquel niño pequeño, su hijo se hace grande y siente no haber sabido enseñarle lo más valioso. Vivir. Solo vivir. Ella creía que él no la observaba. Que lo importante se les iba con el viento de la madrugada. Pero no, no se iría. Estaba con él cuando se levantaba despeinado de la cama con su libro entre los dedos. En el sol que ilumina la casa, en aquella música al despertar. En la voz de su madre cantando en la cocina, y en el azul del mar tras la ventana. En el olor de una tarta de cerezas casera que se ha hecho para compartir. ¿Qué hizo tan mágicos aquellos veranos donde predominaba lo sencillo? Le entregarían algo que nunca olvidaría. La relatividad del tiempo; el no sentir nunca que se fuera a acabar. Así se cocina lo valioso. Con dedicación y sosiego. Así se queda en la memoria, viéndolo cada día, haciendo parada en el corazón. Olivia se da cuenta. Como un nuevo despertar que se va divisando al alba, su cara se ilumina poco a poco de nuevo.

Se levanta de la arena consciente de la importancia de sus actos. De que el tiempo no se va. De que lo que ella le muestra ahora, hoy, este corto verano, no pasará; quedará en su recuerdo siempre, como una fotografía imperecedera. Pasarán los años. Pero él habrá podido guardar lo más poderoso, lo que le haga sentir libre. La elegancia verdadera es sutil y generosa. Un día, aquellos aprendizajes le harán elegir sus caminos, divisará sus propias orillas. La mano se soltará, pero él no estará solo.

 —Mateo. Quiero hacerte un regalo. Dime, ¿qué te haría inmensamente feliz?

Han pasado ya algunos veranos, pero él no lo duda ni un segundo:

—Ir juntos a la playa.

Relato escrito para Revista Mimbre, septiembre 2022.