LOURDES MÍNGUEZ

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Un baile interno

La primavera siempre es un tránsito. Nunca conseguí verla de un modo diferente. Momentos lentos, ilusiones extrañas que me llevan a pensar que lo que ha de venir, vendrá. Una estación casual, por momentos dulce, precisa, como tratando de augurar un nuevo comienzo que todavía no llega. Desde que ha cambiado la hora, por la mañana hay una luz dorada que entra por la ventana del salón e invade toda la casa. Vivo en una espera eterna hacia lo impredecible. La novela está acabada, qué va a pasar ahora. Pero esa luz, esa luz me da esperanza, el color dorado me da esperanza, la imagen que envuelve mi casa me da esperanza. Su aura es un caos, pero hay promesas claras en esa luz.

Luego, me doy cuenta de que hace tiempo que no veo el mar. Me doy cuenta de que llevo todos estos meses hablando de él en el libro: cuento, a través de los personajes, que el mar siempre va conmigo, que siempre está, aunque no lo tengas delante. Sé que aunque el mar no se vea, hay una huella inequívoca en cada paso, en cada rincón. Aunque el mar no se vea, se siente, se huele, se toca. Aparece y no te pierdes. Aunque el mar no se vea, te guía. Sin embargo, tanto tiempo sin verlo, me doy cuenta, de que lo necesito, se me ha agotado el recuerdo. Necesito ese respiro, su imagen viva de nuevo.

El mar nunca está igual, por más que lo parezca. No era el mismo mar aquel que me vio crecer, ni el mismo, el que me vio mirarlo hace unos años, perdida, ni el mismo, por supuesto, el del verano en que conocimos Menorca, el año pasado. En realidad, el mar solo es un espejo en el que puedes ver quién eres ahora, solo es agua, nada más, agua clara que te hará ver este momento y guardarlo para siempre. Pero la imagen no es precisa, y en ocasiones acaba olvidándose. A veces me gustaría poder ver el mismo mar de entonces, aunque solo sea por un momento, volver a ver aquel mar de mi juventud. Poder recordar, más claramente, qué pensaba entonces de la vida. Guardaba la esperanza hacia algo que no sabía definir. No sabía poner palabras, no sabía nada, y aun así, las olas me guardaban el secreto. Me prometían que hoy estaría justo donde estoy, bajo el mismo caos que la luz que invade mi casa por la mañana.

Me encanta este cuadro de Monet. Monet no pretendía contar ninguna historia en concreto, en realidad, no había historia, no se sabía. Solo plasmar las sensaciones que advertía al observar aquello que tenía delante. Capturar el instante. Esa luz, esa “impresión”, más allá de lo que la realidad decía. 

Me pregunto cómo sería la imagen de aquel mar, el de entonces, si se hubiera podido pintar.

Puente de los Nenúfares. Claude Monet, 1899.